Raï Mix

11/12/2025 10 min
Raï Mix

Episode Synopsis

El raï nació en las calles polvorientas de Orán, en el oeste de Argelia, a principios del siglo XX, cuando las voces de cantantes anónimos comenzaron a entonar historias crudas de amor, pobreza, deseo y desilusión. En sus inicios, era música de los marginados: prostitutas, campesinos, trabajadores del puerto y jóvenes sin futuro. Se cantaba en dialecto árabe argelino, con una libertad verbal que rozaba lo prohibido, y se acompañaba apenas con un gasba —una flauta de caña— o un guellal, un tambor rústico que marcaba el pulso del desencanto.
En las décadas de 1970 y 1980, el raï empezó a electrificarse. Jóvenes músicos incorporaron sintetizadores, guitarras eléctricas y baterías electrónicas, fusionando lo tradicional con lo moderno. Surgieron figuras como Cheb Khaled, Cheb Mami o Rachid Taha, cuyos sonidos atravesaron el Mediterráneo y encontraron eco en Europa. El raï ya no era solo música argelina; se volvió símbolo de una generación que quería mirar al mundo sin renunciar a sus raíces.
Pero esa misma visibilidad trajo represión. En Argelia, durante la década de 1990, en pleno conflicto civil, muchos cantantes de raï fueron amenazados, exiliados o incluso asesinados por fundamentalistas que veían en sus letras una amenaza moral. Aun así, la música sobrevivió. Siguió sonando en casetes clandestinos, en emisoras piratas, en fiestas clandestinas donde los jóvenes bailaban al ritmo de una libertad que no querían perder.
El raï, más allá de sus acordes y sus letras provocadoras, se extendió como una grieta en la cultura argelina y magrebí, abriendo caminos que trascendieron el plano estrictamente musical. En la literatura, su espíritu libre y desafiante encontró eco en escritores que, como Rachid Boudjedra o Assia Djebar, exploraron en sus obras las tensiones entre tradición y modernidad, entre el deseo y la moral impuesta. El lenguaje del raï —directo, coloquial, a veces obsceno— influyó en una nueva narrativa que rompió con la solemnidad del árabe clásico, apostando por la oralidad, por las voces de la calle, por los silencios rotos de mujeres que, como las cheikhates del pasado, reclamaban el derecho a nombrar su cuerpo y su destino.
En el cine, el raï se volvió banda sonora de una Argelia en crisis, pero también en transformación. Películas como La vida según Cheikha o Barberousse incorporaron sus ritmos para retratar realidades urbanas, marginadas, violentas pero también vibrantes. Directores como Merzak Allouache o Nadir Moknèche usaron el raï no solo como fondo, sino como personaje: una presencia incómoda que cuestiona el orden social, que acompaña a los jóvenes en sus fugas nocturnas, que suena en los coches viejos donde se urden sueños imposibles. La estética visual de muchas películas magrebíes de los años 90 y 2000 tomó del raï su rebeldía estética: ropa ajustada, miradas desafiantes, noches iluminadas por neón y luces parpadeantes de bares clandestinos.
En la moda, esa actitud se tradujo en una mezcla audaz de lo tradicional y lo urbano. Los jóvenes que escuchaban raï en los barrios populares de Orán, Argel o Constantina comenzaron a vestir chaquetas de cuero sobre chilabas, a combinar collares bereberes con gafas de sol modernas, a dejarse el pelo largo en un gesto que, para muchos, era casi político. Las cheb —las cantantes jóvenes— marcaron tendencia con sus vestidos brillantes, sus maquillajes intensos y su forma de ocupar el escenario con una seguridad que desafiaba las expectativas de género. Esa estética se filtró incluso en pasarelas europeas, donde diseñadores como Jean Paul Gaultier o Yves Saint Laurent, fascinados por lo árabe-musulmán, reinterpretaron elementos del imaginario raï, aunque a veces de forma exótica o superficial.
Y en la música, su influencia fue profunda y transversal. Artistas de rap francés como IAM o MC Solaar citaron el raï como una de sus raíces sonoras. En el Magreb, el raï se entrelazó con el chaabi, con el gnawa, con el pop árabe, y más recientemente con el trap y el drill. Hasta en el reguetón se han escuchado ecos de sus escalas melódicas y su ritmo hipnótico. Pero quizás su mayor legado haya sido demostrar que la música popular, la de los barrios, la que nace en la transgresión, puede convertirse en un lenguaje universal sin perder su acento ni su rabia. El raï no solo sonó: se vistió, se escribió, se filmó, se vivió. Y sigue haciéndolo, en cada gesto que se niega a callar.
El raï, desde sus raíces más rudas hasta sus formas más electrificadas, siempre ha sabido cómo usar los sonidos a su favor, moldeándolos según la época, el lugar y la urgencia del mensaje. En sus inicios, en los arrabales de Orán y los puertos del oeste argelino, los instrumentos eran pocos, humildes, casi improvisados. La gasba, una flauta de caña larga y aguda, era clave: su sonido penetrante cortaba el aire de las noches calurosas, dibujando melodías que parecían gemidos o suspiros. Junto a ella, el guellal, un tambor de cuero tensado sobre un cuerpo de madera o metal, marcaba un ritmo seco, repetitivo, casi hipnótico, perfecto para acompañar las voces ásperas de las cheikhates.
Con el paso del tiempo, especialmente a partir de los años 50 y 60, entraron instrumentos de cuerda. El mandolín y la guitarra —primero acústica, después eléctrica— se hicieron habituales. No se usaban con técnica académica, sino con una libertad instintiva: acordes simples, rasgueos rítmicos, líneas melódicas que se entrelazaban con la voz como una sombra cómplice. La percusión también se enriqueció: aparecieron los derboukas y los bendirs, heredados de otras tradiciones magrebíes, aportando matices más suaves o más danzables según el ánimo de la canción.
Pero fue en las décadas de 1970 y 1980 cuando el raï dio un giro radical. Los jóvenes músicos, influenciados por el rock, el funk y la música disco que llegaba desde Europa, empezaron a introducir sintetizadores, baterías electrónicas, bajos eléctricos y secuenciadores. El órgano Farfisa, por ejemplo, se volvió icónico: su sonido metálico y brillante dio a muchas canciones de esa era una atmósfera al mismo tiempo futurista y melancólica. Las cajas de ritmos reemplazaron a los tambores tradicionales en muchos casos, no por rechazo a lo autóctono, sino por necesidad de modernidad, por la sed de sonar como el mundo que veían en las revistas y en la televisión.
Aun así, nunca se perdió del todo la huella de lo antiguo. Incluso en producciones más pop o electrónicas, seguía apareciendo, de vez en cuando, el tintineo de los qraqeb —esas castañuelas metálicas del norte de África— o el eco de la gasba filtrado por un efecto digital. Porque el raï, en el fondo, siempre ha sido una música de contrastes: entre lo sagrado y lo profano, lo rural y lo urbano, lo árabe y lo occidental. Y sus instrumentos, desde la caña silvestre hasta el sintetizador japonés, han sido testigos y cómplices de esa tensión creativa que sigue sonando, sin pedir permiso, en cada rincón donde alguien quiere decir en voz alta lo que otros prefieren callar.
El raï no fue solo una corriente musical; fue un temblor social, una grieta por donde se coló otra Argelia: la de los cuerpos que desean, las mujeres que hablan, los jóvenes que sueñan en voz alta y los marginados que se niegan a desaparecer. Surgido entre tabernas, burdeles y barrios obreros, se alzó como un grito de existencia en un país atravesado por guerras, dictaduras, puritanismos y silencios obligados. Al cantar lo que no se debía nombrar —el sexo, la duda, el desamor, la crítica al poder—, el raï se convirtió en una forma de resistencia tan poderosa como cualquier manifiesto político.
Su impacto cultural no se mide solo en discos vendidos o giras internacionales, sino en cómo transformó el imaginario colectivo. Hizo que una joven en una ciudad del interior se atreviera a encender una radio a escondidas para escuchar a Cheikha Remitti, o que un adolescente en los suburbios de París se identificara con las letras de Cheb Khaled como si fueran suyas, aunque hubiera nacido lejos de Argelia. El raï dio voz a una generación atrapada entre dos mundos: el de sus padres, anclado en la tradición y el honor, y el del presente globalizado, donde todo circula, incluso la rebeldía.
En un contexto donde la cultura oficial promovía lo edificante, lo limpio, lo nacionalista, el raï irrumpió con lo sucio, lo ambiguo, lo personal. No buscaba glorificar la patria, sino narrar la vida tal como se vive: con sudor, contradicciones y deseo. Esa honestidad cruda lo convirtió en un fenómeno social más que en un mero estilo musical. Fue vilipendiado por los conservadores, censurado por los gobiernos, perseguido por los integristas, y aun así sobrevivió, porque nació de lo real, no de lo ideal.
Como hito cultural, el raï marcó un antes y un después en la forma en que el Magreb se relaciona con su propia modernidad. Demostró que se puede ser profundamente argelino sin renunciar a lo contemporáneo, que se puede cantar en dialecto y sonar universal, que la libertad también se construye con melodías y ritmos. Hoy, incluso cuando ya no suena tanto en las radios oficiales, su espíritu persiste: en las letras de los raperos magrebíes, en las películas que retratan la juventud desamparada, en cada gesto que desafía el pudor impuesto. Porque el raï, más que música, fue una forma de decir: “Estoy aquí, y no me callaré”. Y eso, en cualquier época, es revolución pura.
Es todo por hoy.
Disfruten del mix que les comparto.
Chau, BlurtMedia…
https://img.blurt.world/blurtimage/paulindstrom/a4ca48f8252d57129ab76b747cd3f5b6b6208eae.gif

More episodes of the podcast Paul Lindstrom