Listen "Candombe Mix"
Episode Synopsis
El candombe nació en los barrios pobres de Montevideo, arraigado en las raíces africanas traídas por personas esclavizadas durante los siglos XVIII y XIX. No surgió en escenarios ni salas de concierto, sino en los patios traseros, en los callejones angostos donde la resistencia cultural se tejía al ritmo de los tambores. Los tambores —chico, repique y piano— se convirtieron en voces que transmitían memoria, dolor, alegría y rebelión. Cada golpe era un acto de supervivencia, una forma de mantener viva una identidad que el olvido intentaba borrar.
Con el tiempo, el candombe dejó de ser solo una expresión comunitaria para convertirse en un pilar de la identidad uruguaya. Durante el siglo XX, especialmente a partir de los años cincuenta, compositores y músicos comenzaron a incorporarlo en otras formas musicales, fusionándolo con el tango, el jazz e incluso el rock. Pero su esencia se mantuvo intacta en las llamadas y las comparsas, sobre todo en el Carnaval montevideano, donde sigue vibrando con fuerza cada verano.
Más que un subgénero, el candombe es un latido colectivo. No se escribe solo en partituras, sino en los pies que bailan, en las manos que golpean el cuero, en las gargantas que cantan historias de ancestros. Ha sido declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, pero su verdadero reconocimiento ocurre cada vez que un tambor suena en la esquina y todo el barrio se detiene, por un instante, a escuchar lo que el tiempo no ha logrado callar.
El candombe ha dejado una huella profunda, aunque a menudo silenciosa, en la literatura rioplatense. Escritores uruguayos como Mario Benedetti, Eduardo Galeano o Cristina Peri Rossi han tejido sus ritmos y sus ecos en versos y prosas, no siempre nombrándolo directamente, pero sí invocando su espíritu: esa mezcla de resistencia, memoria y celebración colectiva. El tambor aparece como metáfora constante —pulso de la historia, latido de lo olvidado, llamado a no callar. En poesía, especialmente, el candombe se transforma en estructura rítmica, en entonación, en pausa que vibra más que palabra.
En el cine, su presencia es visceral. Películas uruguayas como El perro de Carlos Sorín o 25 Watts de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll incluyen escenas donde el candombe no es solo banda sonora, sino narrativa: define personajes, marca territorios, revela tensiones sociales. Documentales como Candombe libre o Tambores del sur lo colocan en el centro, no como folklore pintoresco, sino como fuerza viva de identidad barrial. El sonido del tambor en la pantalla no acompaña la imagen: la impulsa, la desafía, a veces la interrumpe, como lo haría en la calle.
En la moda, su influencia se filtra con sutileza. No hay atuendos “de candombe” como tal, pero sí una estética que emerge de sus espacios: pañuelos en la cabeza, telas anudadas, colores tierra, rojos intensos o negros profundos que evocan las vestimentas de las comparsas, especialmente las mujeres de las lubolos. Diseñadores uruguayos y argentinos han incorporado estos elementos en colecciones que dialogan con lo afrodescendiente sin caer en lo costumbrista, rescatando símbolos, tejidos y formas que honran raíces sin disfrazarlas.
Musicalmente, el candombe ha sido un río subterráneo que ha regado otros géneros. En el rock uruguayo, bandas como La Vela Puerca, El Cuarteto de Nos o No Te Va Gustar lo han integrado en sus arreglos, no como adorno, sino como columna rítmica que aporta tensión y raíz. En el jazz, músicos como Hugo Fattoruso o Rubén Rada —este último, una figura clave— lo fusionaron con armonías complejas, creando un lenguaje propio que trascendió fronteras. Más recientemente, productores de electrónica y hip hop han muestreado sus patrones rítmicos, llevándolo a nuevas generaciones sin perder su carácter ritual. El candombe no se presta: se entrega, pero exige respeto. Y quien lo toca, aunque sea en otro estilo, termina marcado por su pulso ancestral.
Los tambores son el alma del candombe, y entre ellos tres figuras se imponen por su sonido, su función y su presencia física en la calle: el chico, el repique y el piano. Cada uno tiene su voz, su rango y su responsabilidad dentro del conjunto rítmico, y juntos conforman una conversación que se teje sin palabras, solo con cuero, madera y manos.
El chico es el más agudo, el de tono más cortante. Pequeño, de un solo parche, se lleva colgado al hombro con una correa y su ritmo marca el tiempo con precisión casi metronómica. No lidera, pero sostiene: es la columna vertebral del compás. Sin él, los otros tambores se perderían en su propio caos creativo. Se toca con una sola baqueta, a veces con la palma de la otra mano, y su sonido atraviesa la noche como un hilo conductor.
El repique es el improvisador, el que dialoga, el que responde y pregunta. Un poco más grande que el chico, también se cuelga del cuerpo, pero su función es otra: orquestar los giros rítmicos, lanzar llamados, provocar respuestas del piano o del resto de la cuerda. Su intérprete no repite, inventa sobre la marcha, juega con los acentos, corta el aire con silencios o lo llena con ráfagas de golpes. Es el alma en movimiento del candombe, el que le da carácter, picardía, tensión.
El piano es el más grande, el más grave, el que ancla todo. Se lleva entre las piernas, a veces sujeto por una correa que cruza el pecho, y su sonido es profundo, casi visceral. No solo marca los acentos fuertes del compás: sostiene la armonía rítmica, da peso, cuerpo, tierra. Su voz es la que se siente en el pecho antes que en los oídos. Tocarlo requiere fuerza, pero también delicadeza: un exceso de potencia ahoga, una falta de decisión desdibuja. El piano no grita, pero todo gira a su alrededor.
Además de estos tres, en algunas comparsas aparece la tamborita, un instrumento de menor tamaño que antiguamente usaban las mujeres en las lubolos, con un sonido brillante que cortaba el aire como un canto. Y aunque no es un tambor propiamente dicho, la voz también es instrumento: los cantos, los gritos, los llamados entre comparsas —las llamadas— son parte esencial del tejido sonoro. Las manos que aplauden, los pies que marcan el suelo, hasta el crujido de las suelas sobre el empedrado, todo forma parte de una orquesta que no necesita pentagrama, solo territorio, memoria y comunidad.
Es todo por hoy.
Disfruten del mix que les comparto.
Chau, BlurtMedia…
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Con el tiempo, el candombe dejó de ser solo una expresión comunitaria para convertirse en un pilar de la identidad uruguaya. Durante el siglo XX, especialmente a partir de los años cincuenta, compositores y músicos comenzaron a incorporarlo en otras formas musicales, fusionándolo con el tango, el jazz e incluso el rock. Pero su esencia se mantuvo intacta en las llamadas y las comparsas, sobre todo en el Carnaval montevideano, donde sigue vibrando con fuerza cada verano.
Más que un subgénero, el candombe es un latido colectivo. No se escribe solo en partituras, sino en los pies que bailan, en las manos que golpean el cuero, en las gargantas que cantan historias de ancestros. Ha sido declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, pero su verdadero reconocimiento ocurre cada vez que un tambor suena en la esquina y todo el barrio se detiene, por un instante, a escuchar lo que el tiempo no ha logrado callar.
El candombe ha dejado una huella profunda, aunque a menudo silenciosa, en la literatura rioplatense. Escritores uruguayos como Mario Benedetti, Eduardo Galeano o Cristina Peri Rossi han tejido sus ritmos y sus ecos en versos y prosas, no siempre nombrándolo directamente, pero sí invocando su espíritu: esa mezcla de resistencia, memoria y celebración colectiva. El tambor aparece como metáfora constante —pulso de la historia, latido de lo olvidado, llamado a no callar. En poesía, especialmente, el candombe se transforma en estructura rítmica, en entonación, en pausa que vibra más que palabra.
En el cine, su presencia es visceral. Películas uruguayas como El perro de Carlos Sorín o 25 Watts de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll incluyen escenas donde el candombe no es solo banda sonora, sino narrativa: define personajes, marca territorios, revela tensiones sociales. Documentales como Candombe libre o Tambores del sur lo colocan en el centro, no como folklore pintoresco, sino como fuerza viva de identidad barrial. El sonido del tambor en la pantalla no acompaña la imagen: la impulsa, la desafía, a veces la interrumpe, como lo haría en la calle.
En la moda, su influencia se filtra con sutileza. No hay atuendos “de candombe” como tal, pero sí una estética que emerge de sus espacios: pañuelos en la cabeza, telas anudadas, colores tierra, rojos intensos o negros profundos que evocan las vestimentas de las comparsas, especialmente las mujeres de las lubolos. Diseñadores uruguayos y argentinos han incorporado estos elementos en colecciones que dialogan con lo afrodescendiente sin caer en lo costumbrista, rescatando símbolos, tejidos y formas que honran raíces sin disfrazarlas.
Musicalmente, el candombe ha sido un río subterráneo que ha regado otros géneros. En el rock uruguayo, bandas como La Vela Puerca, El Cuarteto de Nos o No Te Va Gustar lo han integrado en sus arreglos, no como adorno, sino como columna rítmica que aporta tensión y raíz. En el jazz, músicos como Hugo Fattoruso o Rubén Rada —este último, una figura clave— lo fusionaron con armonías complejas, creando un lenguaje propio que trascendió fronteras. Más recientemente, productores de electrónica y hip hop han muestreado sus patrones rítmicos, llevándolo a nuevas generaciones sin perder su carácter ritual. El candombe no se presta: se entrega, pero exige respeto. Y quien lo toca, aunque sea en otro estilo, termina marcado por su pulso ancestral.
Los tambores son el alma del candombe, y entre ellos tres figuras se imponen por su sonido, su función y su presencia física en la calle: el chico, el repique y el piano. Cada uno tiene su voz, su rango y su responsabilidad dentro del conjunto rítmico, y juntos conforman una conversación que se teje sin palabras, solo con cuero, madera y manos.
El chico es el más agudo, el de tono más cortante. Pequeño, de un solo parche, se lleva colgado al hombro con una correa y su ritmo marca el tiempo con precisión casi metronómica. No lidera, pero sostiene: es la columna vertebral del compás. Sin él, los otros tambores se perderían en su propio caos creativo. Se toca con una sola baqueta, a veces con la palma de la otra mano, y su sonido atraviesa la noche como un hilo conductor.
El repique es el improvisador, el que dialoga, el que responde y pregunta. Un poco más grande que el chico, también se cuelga del cuerpo, pero su función es otra: orquestar los giros rítmicos, lanzar llamados, provocar respuestas del piano o del resto de la cuerda. Su intérprete no repite, inventa sobre la marcha, juega con los acentos, corta el aire con silencios o lo llena con ráfagas de golpes. Es el alma en movimiento del candombe, el que le da carácter, picardía, tensión.
El piano es el más grande, el más grave, el que ancla todo. Se lleva entre las piernas, a veces sujeto por una correa que cruza el pecho, y su sonido es profundo, casi visceral. No solo marca los acentos fuertes del compás: sostiene la armonía rítmica, da peso, cuerpo, tierra. Su voz es la que se siente en el pecho antes que en los oídos. Tocarlo requiere fuerza, pero también delicadeza: un exceso de potencia ahoga, una falta de decisión desdibuja. El piano no grita, pero todo gira a su alrededor.
Además de estos tres, en algunas comparsas aparece la tamborita, un instrumento de menor tamaño que antiguamente usaban las mujeres en las lubolos, con un sonido brillante que cortaba el aire como un canto. Y aunque no es un tambor propiamente dicho, la voz también es instrumento: los cantos, los gritos, los llamados entre comparsas —las llamadas— son parte esencial del tejido sonoro. Las manos que aplauden, los pies que marcan el suelo, hasta el crujido de las suelas sobre el empedrado, todo forma parte de una orquesta que no necesita pentagrama, solo territorio, memoria y comunidad.
Es todo por hoy.
Disfruten del mix que les comparto.
Chau, BlurtMedia…
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